lunes, 30 de noviembre de 2009

DANIEL SAMPER PIZANO

Empecemos por respetar al maestro
En Corazón, el viejo libro de Edmundo de Amicis que iluminó a muchos lectores precoces, aparece un escolar llamado Franti, que irrespeta a su mamá, maltrata a sus compañeros y vilipendia a los profesores.
Al lado de los casos que hoy se ven, Franti es dulce de papayuela. Abundan en Colombia y en el mundo los episodios de ataques a profesores protagonizados por alumnos y por padres de alumnos que se solidarizan con la indisciplina de sus hijos.
A veces, los jóvenes afectados por una mala nota buscan la protección de una pandilla, y esta se ocupa de asustar o apalear al profesor.Hace dos años, el estudiante de un instituto de Ciudad Bolívar, barrio bogotano popular y populoso, asesinó a cuchilladas al rector. Supongo, para aminorar la responsabilidad del niño, que provenía de un hogar en conflicto y debía de ser, a su turno, víctima de una sorda violencia social.
Un año antes huyó de Villavicencio un maestro que rajó a un estudiante: familiares del muchacho lo amordazaron, golpearon y amenazaron. Cierto colega suyo estuvo a punto de morir en un accidente que provocaron alumnos rebeldes al taponar la manguera de frenos del carro.La violencia en salones de clases ya llegó a la educación superior.
En junio pasado, un profesor de Derecho de Montería exigió silencio de mal modo a una alumna; esta le respondió con una bofetada y el catedrático la agarró a puñetazos. No estamos muy lejos de España, donde el matoneo de alumnos y familiares contra educadores se ha convertido en peste.
Cada mes se quejan ante las autoridades más de cien profesores amedrentados o víctimas de muendas. Muchos abandonan la profesión y todos exigen que golpear a un profesor se castigue con penas equivalentes a atacar a un policía.La situación en las aulas colombianas no alcanza el nivel de las españolas.
Tampoco el de ciertas escuelas públicas de Estados Unidos, donde hay detectores de metales para impedir que los colegiales entren armados de revólver y cuchillo. Pero los profesores colombianos, en cambio, padecen violencia desde otros disparaderos. En zonas de conflicto, por ejemplo, los persiguen por igual guerrilleros y paramilitares.
En el 2005, unos 150 maestros dejaron sus escuelas en Boyacá alarmados por el asesinato de tres colegas y la proliferación de amenazas. En unas ocasiones, los acosan por no someterse al imperio local de las armas, y en otras, por pertenecer a asociaciones de docentes: los violentos odian los sindicatos.No hay que dar demasiadas vueltas a la honda crisis de nuestro país -sumido en un pantano de violencia, corrupción y desigualdad social- para entender que casi todo nace de la postración de valores y el pálido papel que cumple la educación en la sociedad.
Es imposible negar los esfuerzos que se han hecho por extender la escolaridad y construir nuevos y a veces espectaculares planteles. Pero son más poderosas las fuerzas que actúan en contravía, y que van desde las más perversas, como los ejemplos resplandecientes de criminales exitosos, hasta la degradación del trato, el gusto y el lenguaje, la voraz ordinariez que comenté hace dos semanas y que provocó un alud de mensajes de los lectores.
Sin restablecer la importancia de los valores cívicos y humanos será imposible salir del atolladero, y no existe mejor manera de conseguir esta meta que la educación. Pero no hay educación sin educadores educados. Resulta fundamental capacitar al maestro, remunerarlo dignamente, apuntalar su autoridad y desterrar toda sombra de violencia de las aulas: matoneo, racismo, clasismo, machismo... Entristece ver que nuestro Congreso dedica más tiempo, plata y esfuerzos a incluir de manera anticientífica el cacho de marihuana entre las prohibiciones constitucionales, que a debatir la esencia de la educación y el respeto a los maestros. Este tema no le interesa.Desde hace varios años, el autor del texto recibe comentarios a su columna en cambalache@mail.ddnet.es

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