Luego de padecer los abusos de su marido, decidió volarse y pedir el divorcio, un hecho insólito en Yemen. EL TIEMPO reproduce uno de los capítulos de su libro.
CAPÍTULO 3 EL JUEZ El juez Abdo no sale de su asombro.
-¿Te quieres divorciar?
-¡Sí!
-Pero eso quiere decir que estás casada...
-¡Sí!
Tiene finas facciones. Lleva una camisa blanca que ilumina su piel mate. Pero, al escuchar mi respuesta, su cara se ensombrece. Parece que no acaba de creerme.
-A tu edad... ¿Cómo es posible que ya estés casada?
-¡Me quiero divorciar! -repito con determinación, sin responder a su pregunta.
No entiendo el porqué, pero mientras me dirijo a él no se me escapa ni una lágrima. Es como si ya las hubiera agotado todas. Estoy aturdida, pero sé muy bien lo que quiero. Sí. Quiero acabar con este infierno. Ya estoy cansada de sufrir en silencio.
-Pero tú eres tan joven y tan frágil...
Levanto la cabeza y le miro. Comienza a retorcerse nerviosamente el bigote. Posiblemente esté pensando en cómo salvarme. Lo hará. Es un juez después de todo. Seguramente tiene mucho poder.
-¿Por qué te quieres divorciar? -me pregunta en un tono más natural, como si intentara ocultar su asombro.
Le miro directamente a los ojos.
-¡Porque mi marido me pega!
Es como si le hubiera dado un bofetón. Su expresión vuelve a cambiar. Acaba de comprender que algo grave me está pasando y que no le estoy mintiendo. Sin darme tregua, me pregunta directamente:
-¿Todavía eres virgen?
Trago saliva. Me da vergüenza hablar allí de estas cosas. Es humillante. En mi país las mujeres deben guardar las distancias con los hombres que no conocen. Y, a fin de cuentas, es la primera vez que veo a este juez. Pero soy consciente de que si me quiero salvar, tengo que lanzarme de cabeza a la piscina.
-No... Ya he sangrado.
Parece impresionado. De repente tengo la impresión de que de los dos es él quien está flaqueando. Su tribulación no me pasa desapercibida. Es evidente que intenta esconder su conmoción. Suspira profundamente y me dice:
-Voy a ayudarte.
La verdad es que me siento extrañamente aliviada al poder confiarme a alguien. Me acabo de quitar un peso de encima. Coge inmediatamente el teléfono y le escucho consultar algo con otra persona, un colega seguramente. Mientras habla, mueve las manos en todas las direcciones. Parece decidido a acabar con mi pesadilla. ¡Ojalá encuentre una solución definitiva! Con un poco de suerte actuará rápido, muy rápido... y a partir de esta noche ya podré volver a casa de mis padres a jugar de nuevo con mis hermanos y mis hermanas. En pocas horas, ya me habré divorciado. ¡Divorciada! De nuevo libre. Sin marido. Sin miedo de que, a la caída de la tarde, tendréque encontrarme a solas en la misma habitación que él. Sin miedo a sufrir una y otra vez el mismo suplicio...
Me he entusiasmado demasiado rápidamente.
-Pequeña, esto necesitará más tiempo del que tú te crees. Es un caso difícil. Y, desgraciadamente, no puedo garantizarte que vayas a ganar.
El segundo juez que se ha unido a nosotros acaba de echar por tierra todas mis expectativas. Se llama Mohamed al-Gazi. Se le ve preocupado. Es el presidente del tribunal, el jefe de todos los jueces, me explica Abdo. En todos los años que lleva ejerciendo, me dice, nunca se había encontrado con un caso como el mío.
Entre los dos me explican que, en Yemen, las muchachas se casan muy jóvenes, antes de cumplir los quince años, el límite que señala la ley. Es una antigua tradición, añade el juez Abdo. Pero, hasta entonces, ninguno de estos matrimonios precoces había sido disuelto... Es una cuestión de honor familiar, dicen. Por eso, mi situación es excepcional y complicada...
-Será necesario buscar un abogado -me explica Abdo, desolado.Un abogado... ¿para qué? ¿Para qué sirven los tribunales si no son capaces de pronunciar un divorcio sobre la marcha?
¡A mí qué me importa que el mío sea un caso excepcional! Las leyes están para ayudar a las personas, ¿o no? Estos jueces son muy amables, pero ¿son conscientes de que si vuelvo a mi casa sin garantías mi marido irá a buscarme y volverá a empezar mi calvario? No, yo no quiero volver a mi casa.
-¡Me quiero divorciar! -insisto frunciendo el entrecejo.
El eco de mi voz me sobresalta. He debido de gritar más de la cuenta. ¿O es porque los elevados muros de mármol blanco ejercen de caja de resonancia?
-Encontraremos una solución, hay que encontrar una solución... -murmura Mohamed al-Gazi recolocando su turbante.
Hay otra cuestión que le preocupa. El reloj acaba de anunciar las dos de la tarde, la hora de cerrar las oficinas. Es miércoles y el fin de semana musulmán va a empezar. El tribunal no abrirá hasta el sábado. Comprendo que ellos también están inquietos al verme regresar a mi casa después de lo que han oído.
-No es cuestión de que vuelva a su casa. A saber a lo que se arriesga sola por esas calles -exclama Mohamed al-Gazi.
Abdo tiene una idea. ¿Por qué no me acojo a su hospitalidad? Le ha impresionado mi historia y está dispuesto a todo con tal de arrancarme de las garras de mi marido. Pero rápidamente rectifica al recordar que su mujer y sus hijos están pasando unos días en el campo y él está solo en su casa. Según las tradiciones islámicas, una mujer no puede permanecer a solas con un hombre que no es su mahram, es decir, que no tiene un grado de parentesco próximo con ella.
¿Qué hacer?
Un tercer juez, Abdel Uahed, acaba por ofrecerse voluntario.
Su familia está en casa y tiene un techo para acogerme.
¡Estoy salvada! Al menos por ahora. También lleva bigote, pero es algo más bajo que Abdo. Lleva gafas y eso le da un aire más formal. Impresiona con su vestimenta. No me atrevo a hablar con él. Pero acaba por convencerme. Prefiero sentirme cohibida, antes que volver a mi casa. Más tarde lo queme tranquilizará será ver que se ocupa como un verdadero padre de sus hijos. No como el mío...
Su coche es grande y confortable. Está muy limpio. Está provisto hasta de unos pequeños ventiladores que refrescan el aire. Es muy agradable. Me siento más despejada.
Durante el trayecto apenas abro la boca. No sé si es por timidez, porinquietud o porque estoy a gusto entre tantos adultos que se preocupan por mí.
Es Abdel Uahed quien rompe el silencio:
-Eres una chica muy valiente. ¡Bravo! No te preocupes.
Tienes derecho a pedir el divorcio. Otras muchachas antes que tú han pasado por una situación similar, pero no se han atrevido a hablar... Haremos todo lo posible para protegerte.
Lo intentaremos todo. Y no te dejaremos volver con tu marido. ¡Nunca! ¡Te lo prometo!
Mis labios se arquean hasta formar una media luna. ¡Hace tanto tiempo que no sonrío!
-Tal vez aún no te hayas dado cuenta, pero eres una muchacha excepcional -insiste.
Me pongo colorada.
Al llegar a su casa, Abdel Uahed me presenta a su esposa, Saba, y a sus hijos. Chima, la hija, debe de tener tres o cuatro años menos que yo. Su habitación está llena de muñecas Fulla, una versión oriental de la Barbie americana de cabellos rubios con la que sueñan las niñas de Yemen.
-Haram!
La reacción de Chima no puede ser más lógica cuando su mamá le explica que un hombre malvado me ha pegado.
Frunce las cejas imitando el gesto grave de un adulto que quiere proteger a alguien. Su emoción me conmueve. Con una sonrisa fraternal, me indica que la siga para ir a jugar con ella.
Luego me coge de la mano.
Los cuatro chicos están viendo dibujos animados. En su casa tienen dos televisores. ¡Qué lujo!
-Siéntete como en tu casa -me dice Saba en tono dulce y acogedor.
Así que esto es la vida de familia... ¡Y yo tenía miedo de ser una rareza para ellos! Me han adoptado rápidamente.
Estoy muy a gusto. Me hacen sentir en total libertad. No me siento juzgada. Ni castigada. Esta noche, sentada en el salón, es la primera vez que tengo fuerzas para contar mi historia...
CAPÍTULO 3 EL JUEZ El juez Abdo no sale de su asombro.
-¿Te quieres divorciar?
-¡Sí!
-Pero eso quiere decir que estás casada...
-¡Sí!
Tiene finas facciones. Lleva una camisa blanca que ilumina su piel mate. Pero, al escuchar mi respuesta, su cara se ensombrece. Parece que no acaba de creerme.
-A tu edad... ¿Cómo es posible que ya estés casada?
-¡Me quiero divorciar! -repito con determinación, sin responder a su pregunta.
No entiendo el porqué, pero mientras me dirijo a él no se me escapa ni una lágrima. Es como si ya las hubiera agotado todas. Estoy aturdida, pero sé muy bien lo que quiero. Sí. Quiero acabar con este infierno. Ya estoy cansada de sufrir en silencio.
-Pero tú eres tan joven y tan frágil...
Levanto la cabeza y le miro. Comienza a retorcerse nerviosamente el bigote. Posiblemente esté pensando en cómo salvarme. Lo hará. Es un juez después de todo. Seguramente tiene mucho poder.
-¿Por qué te quieres divorciar? -me pregunta en un tono más natural, como si intentara ocultar su asombro.
Le miro directamente a los ojos.
-¡Porque mi marido me pega!
Es como si le hubiera dado un bofetón. Su expresión vuelve a cambiar. Acaba de comprender que algo grave me está pasando y que no le estoy mintiendo. Sin darme tregua, me pregunta directamente:
-¿Todavía eres virgen?
Trago saliva. Me da vergüenza hablar allí de estas cosas. Es humillante. En mi país las mujeres deben guardar las distancias con los hombres que no conocen. Y, a fin de cuentas, es la primera vez que veo a este juez. Pero soy consciente de que si me quiero salvar, tengo que lanzarme de cabeza a la piscina.
-No... Ya he sangrado.
Parece impresionado. De repente tengo la impresión de que de los dos es él quien está flaqueando. Su tribulación no me pasa desapercibida. Es evidente que intenta esconder su conmoción. Suspira profundamente y me dice:
-Voy a ayudarte.
La verdad es que me siento extrañamente aliviada al poder confiarme a alguien. Me acabo de quitar un peso de encima. Coge inmediatamente el teléfono y le escucho consultar algo con otra persona, un colega seguramente. Mientras habla, mueve las manos en todas las direcciones. Parece decidido a acabar con mi pesadilla. ¡Ojalá encuentre una solución definitiva! Con un poco de suerte actuará rápido, muy rápido... y a partir de esta noche ya podré volver a casa de mis padres a jugar de nuevo con mis hermanos y mis hermanas. En pocas horas, ya me habré divorciado. ¡Divorciada! De nuevo libre. Sin marido. Sin miedo de que, a la caída de la tarde, tendréque encontrarme a solas en la misma habitación que él. Sin miedo a sufrir una y otra vez el mismo suplicio...
Me he entusiasmado demasiado rápidamente.
-Pequeña, esto necesitará más tiempo del que tú te crees. Es un caso difícil. Y, desgraciadamente, no puedo garantizarte que vayas a ganar.
El segundo juez que se ha unido a nosotros acaba de echar por tierra todas mis expectativas. Se llama Mohamed al-Gazi. Se le ve preocupado. Es el presidente del tribunal, el jefe de todos los jueces, me explica Abdo. En todos los años que lleva ejerciendo, me dice, nunca se había encontrado con un caso como el mío.
Entre los dos me explican que, en Yemen, las muchachas se casan muy jóvenes, antes de cumplir los quince años, el límite que señala la ley. Es una antigua tradición, añade el juez Abdo. Pero, hasta entonces, ninguno de estos matrimonios precoces había sido disuelto... Es una cuestión de honor familiar, dicen. Por eso, mi situación es excepcional y complicada...
-Será necesario buscar un abogado -me explica Abdo, desolado.Un abogado... ¿para qué? ¿Para qué sirven los tribunales si no son capaces de pronunciar un divorcio sobre la marcha?
¡A mí qué me importa que el mío sea un caso excepcional! Las leyes están para ayudar a las personas, ¿o no? Estos jueces son muy amables, pero ¿son conscientes de que si vuelvo a mi casa sin garantías mi marido irá a buscarme y volverá a empezar mi calvario? No, yo no quiero volver a mi casa.
-¡Me quiero divorciar! -insisto frunciendo el entrecejo.
El eco de mi voz me sobresalta. He debido de gritar más de la cuenta. ¿O es porque los elevados muros de mármol blanco ejercen de caja de resonancia?
-Encontraremos una solución, hay que encontrar una solución... -murmura Mohamed al-Gazi recolocando su turbante.
Hay otra cuestión que le preocupa. El reloj acaba de anunciar las dos de la tarde, la hora de cerrar las oficinas. Es miércoles y el fin de semana musulmán va a empezar. El tribunal no abrirá hasta el sábado. Comprendo que ellos también están inquietos al verme regresar a mi casa después de lo que han oído.
-No es cuestión de que vuelva a su casa. A saber a lo que se arriesga sola por esas calles -exclama Mohamed al-Gazi.
Abdo tiene una idea. ¿Por qué no me acojo a su hospitalidad? Le ha impresionado mi historia y está dispuesto a todo con tal de arrancarme de las garras de mi marido. Pero rápidamente rectifica al recordar que su mujer y sus hijos están pasando unos días en el campo y él está solo en su casa. Según las tradiciones islámicas, una mujer no puede permanecer a solas con un hombre que no es su mahram, es decir, que no tiene un grado de parentesco próximo con ella.
¿Qué hacer?
Un tercer juez, Abdel Uahed, acaba por ofrecerse voluntario.
Su familia está en casa y tiene un techo para acogerme.
¡Estoy salvada! Al menos por ahora. También lleva bigote, pero es algo más bajo que Abdo. Lleva gafas y eso le da un aire más formal. Impresiona con su vestimenta. No me atrevo a hablar con él. Pero acaba por convencerme. Prefiero sentirme cohibida, antes que volver a mi casa. Más tarde lo queme tranquilizará será ver que se ocupa como un verdadero padre de sus hijos. No como el mío...
Su coche es grande y confortable. Está muy limpio. Está provisto hasta de unos pequeños ventiladores que refrescan el aire. Es muy agradable. Me siento más despejada.
Durante el trayecto apenas abro la boca. No sé si es por timidez, porinquietud o porque estoy a gusto entre tantos adultos que se preocupan por mí.
Es Abdel Uahed quien rompe el silencio:
-Eres una chica muy valiente. ¡Bravo! No te preocupes.
Tienes derecho a pedir el divorcio. Otras muchachas antes que tú han pasado por una situación similar, pero no se han atrevido a hablar... Haremos todo lo posible para protegerte.
Lo intentaremos todo. Y no te dejaremos volver con tu marido. ¡Nunca! ¡Te lo prometo!
Mis labios se arquean hasta formar una media luna. ¡Hace tanto tiempo que no sonrío!
-Tal vez aún no te hayas dado cuenta, pero eres una muchacha excepcional -insiste.
Me pongo colorada.
Al llegar a su casa, Abdel Uahed me presenta a su esposa, Saba, y a sus hijos. Chima, la hija, debe de tener tres o cuatro años menos que yo. Su habitación está llena de muñecas Fulla, una versión oriental de la Barbie americana de cabellos rubios con la que sueñan las niñas de Yemen.
-Haram!
La reacción de Chima no puede ser más lógica cuando su mamá le explica que un hombre malvado me ha pegado.
Frunce las cejas imitando el gesto grave de un adulto que quiere proteger a alguien. Su emoción me conmueve. Con una sonrisa fraternal, me indica que la siga para ir a jugar con ella.
Luego me coge de la mano.
Los cuatro chicos están viendo dibujos animados. En su casa tienen dos televisores. ¡Qué lujo!
-Siéntete como en tu casa -me dice Saba en tono dulce y acogedor.
Así que esto es la vida de familia... ¡Y yo tenía miedo de ser una rareza para ellos! Me han adoptado rápidamente.
Estoy muy a gusto. Me hacen sentir en total libertad. No me siento juzgada. Ni castigada. Esta noche, sentada en el salón, es la primera vez que tengo fuerzas para contar mi historia...
Tomado Periódico El Tiempo
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